29 marzo 2006

Respuesta a una pregunta casi imaginaria

... y, porque éstas son las lecturas “comentables”, porque no es posible comentar lecturas “de las otras”; o, como decís, “de la buenas”.
Porque Chesterton, o Castellani, o Gilson, o Pieper, o tantos mas, no son autores que pueda poner bajo un espejo crítico (al menos no por ahora, pero me queda vida y me queda tiempo y me quedan lecturas por delante).
Más bien son el material que uso para la crítica de otras lecturas. Son mis instrumentos de medición, de observación literaria: no es posible medir una regla u observar una lupa con la misma regla o la misma lupa.
Necesito otra. Y no tengo.
Porque mi regla es Santo Tomás, o Gilson (precisión, mensura) y mi lupa es Chesterton o Belloc (magnificación, vivisección).
Por eso no vas a encontrar comentarios a estos autores (no por ahora; mas adelante, ya veremos). No puedo.

El siempre sugerente Ortega y Gasset dice:

Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, omo que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente en nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo “contar con ello”. Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias.
El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos.
¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo.

Así es la cosa.
No me lo pidas; no puedo hablar de esos autores, de esos libros.
Cuento con ellos.

22 marzo 2006

Las intermitencias de la muerte (José Saramago)

Siempre caigo. No escarmiento, siempre caigo.
Veo el título del libro (¡qué título!), leo el tema (¡qué interesante, qué lleno de posibilidades, qué sugestivo!).
E, irremediablemente, caigo.
Al menos me queda un consuelo: esta vez no lo compré, me lo prestaron.
Ésta es, en pocas palabras, la impresión que tuve y tengo del último libro de Saramago.
Si de “El viejo y el mar” pude decir que la palabra mas adecuada para describirlo era superficial, pero tomándola en un sentido elogioso, de este libro puede decir lo contrario. Es superficial en su acepción más crítica.
Hay textos que son superficiales porque toman temas superficiales. Yo no puedo pretender que una revista de moda diga más que trivialidades. Y, en cierto sentido, eso está bien.
Pero la superficialidad imperdonable es otra, es aquella que se entremete en una cuestión que no es superficial, en un tópico importante y capaz de múltiples texturas.
Lo peor es cuando, un tema así, se lo trata superficialmente.
Eso es lo que ocurre con esta novela. Es, en cierto sentido, traicionera.
No es justo que prometa en la solapa una jugosa descripción de un lugar en el que la muerte decide suspender su actividad.
Y no es justo, después de esa promesa, agotar el texto durante páginas y páginas (y con esa escritura agobiante sin puntos ni comas, tan obviamente cortazariana, tan de moda, tan recurso literario gastado, tan lugar común) deteniéndose en lo más nimio de los negociados del gobierno, de las actividades de la mafia y de los problemas de los geriátricos, de los dolores de cabeza de las compañías de seguros.
Como si hiciera falta que la muerte no mate para que los gobiernos negocien, las compañías lucren y las mafias extorsionen.
Como si la rica hipótesis literaria del torcimiento del curso natural de las cosas fuera necesaria para contarnos con pelos y señales que en el mundo hay gobernantes corruptos, delincuencia, avaricia.
Como si ante el acuciante interrogante de la muerte y sus intermitencias, los seres humanos nos sentáramos en un café a hablar de lo mal que está nuestro país, de que las cosas no son como antes, de que la juventud está perdida y de qué caro está el café.
Como si el tema de la muerte no nos provocara otra cosa, fuera nada mas que eso, y no uno de los problemas que más nos turban.
Fuera la pregunta pendiente, que nos persigue durante el día (allí, en el fondo de nuestra conciencia, agazapada) y no aprieta la garganta de nuestras noches insomnes.
Como si la muerte fuera superficial.

15 marzo 2006

El viejo y el mar (Ernest Hermingway)

Esta es una historia superficial.
Pero no me malinterprete, no quiero con esto denostarla, todo lo contrario.
Entonces, ¿por qué superficial?.
Pues porque “superficial” es una palabra que más allá de su carga emotiva negativa, tiene un sentido estricto mas, mas... objetivo. Superficial es aquello que pertenece a lo externo, a la superficie.
Por eso, en rigor, El viejo y el Mar es una novela superficial.
Superficial porque Hermingway ha logrado, en ella, una conjunción maravillosa.
Es la historia de un hombre que está solo, absolutamente solo. Algunos le hablan, sí; algunos hablan de él, sí. Pero está solo.
Y en esa soledad (cuya presencia mas tangible son las interminables –¡y tan breves!– páginas del anciano en su barca), cualquier escritor hubiera creado un gigantesco mundo imaginario, de una profundidad psicológica inconmensurable; una soledad habitada, concurrida de pensamientos, de recuerdos, de ideas.
Pero Hermingway no.
Él se limita a mostrar un hombre en soledad.
Por eso esta novela es, también, brutal.
Es brutal porque muestra crudamente que la soledad es... solitaria. Que todas esas presencias inmateriales con la que los escritores gustan poblarlas son nada mas que eso, invenciones literarias.
Es brutal porque pone en evidencia que un hombre en soledad no tiene nada que lo acompaña. En la soledad no hay especulaciones metafísicas, no hay disertaciones sobre temas profundos.
Un hombre solo es un hombre mudo. Nada tiene para decir.
Y no le queda mas que su voluntad. La firme determinación de “hacer” algo, de cumplir un objetivo mas o menos caprichoso, mas o menos arbitrario.
La razón no reina sobre la soledad. Es que la razón discurre en palabras, su materia prima es el lenguaje; y el lenguaje es social, es hablar con un otro aunque no esté presente, aunque ese otro seamos nosotros mismos.
La verdadera reina de la soledad es la voluntad.
De esto se trata este pequeño gran libro. Es una reivindicación de la voluntad, un llamado de atención para que reparemos en que la voluntad también es ínsitamente humana porque es la determinación de un hombre para superar los obstáculos, para superarse en los obstáculos.
Tenemos en gran cosa a la inteligencia. Y no está mal. Es –es cierto– lo específicamente humano y lo que mas nos asemeja a los ángeles y a Dios. Por el contrario, suponemos que la voluntad es nuestro patrimonio en común con los animales. Ellos son pura voluntad.
Pero, precisamente por este énfasis, olvidamos que la voluntad, es la gran potencia de nuestro libre albedrío.
Que también es humana.
Y este libro, con su obsesiva pretensión de excluir toda introversión, lo pone en evidencia.