22 marzo 2006

Las intermitencias de la muerte (José Saramago)

Siempre caigo. No escarmiento, siempre caigo.
Veo el título del libro (¡qué título!), leo el tema (¡qué interesante, qué lleno de posibilidades, qué sugestivo!).
E, irremediablemente, caigo.
Al menos me queda un consuelo: esta vez no lo compré, me lo prestaron.
Ésta es, en pocas palabras, la impresión que tuve y tengo del último libro de Saramago.
Si de “El viejo y el mar” pude decir que la palabra mas adecuada para describirlo era superficial, pero tomándola en un sentido elogioso, de este libro puede decir lo contrario. Es superficial en su acepción más crítica.
Hay textos que son superficiales porque toman temas superficiales. Yo no puedo pretender que una revista de moda diga más que trivialidades. Y, en cierto sentido, eso está bien.
Pero la superficialidad imperdonable es otra, es aquella que se entremete en una cuestión que no es superficial, en un tópico importante y capaz de múltiples texturas.
Lo peor es cuando, un tema así, se lo trata superficialmente.
Eso es lo que ocurre con esta novela. Es, en cierto sentido, traicionera.
No es justo que prometa en la solapa una jugosa descripción de un lugar en el que la muerte decide suspender su actividad.
Y no es justo, después de esa promesa, agotar el texto durante páginas y páginas (y con esa escritura agobiante sin puntos ni comas, tan obviamente cortazariana, tan de moda, tan recurso literario gastado, tan lugar común) deteniéndose en lo más nimio de los negociados del gobierno, de las actividades de la mafia y de los problemas de los geriátricos, de los dolores de cabeza de las compañías de seguros.
Como si hiciera falta que la muerte no mate para que los gobiernos negocien, las compañías lucren y las mafias extorsionen.
Como si la rica hipótesis literaria del torcimiento del curso natural de las cosas fuera necesaria para contarnos con pelos y señales que en el mundo hay gobernantes corruptos, delincuencia, avaricia.
Como si ante el acuciante interrogante de la muerte y sus intermitencias, los seres humanos nos sentáramos en un café a hablar de lo mal que está nuestro país, de que las cosas no son como antes, de que la juventud está perdida y de qué caro está el café.
Como si el tema de la muerte no nos provocara otra cosa, fuera nada mas que eso, y no uno de los problemas que más nos turban.
Fuera la pregunta pendiente, que nos persigue durante el día (allí, en el fondo de nuestra conciencia, agazapada) y no aprieta la garganta de nuestras noches insomnes.
Como si la muerte fuera superficial.