Philobiblion
15 noviembre 2008
03 octubre 2006
El pintor de batallas (Arturo Pérez Reverte)
El personaje es claramente autobiográfico: un fotógrafo de guerra que se retira para pintar un cuadro que represente y resuma de manera diacrónica y sincrónica todo el horror de la guerra. Supone que esa guerra particular y geográfica a la que él ha asistido no es más que un símbolo de todas las guerras y de toda La Guerra.
Pero la guerra nunca es La Guerra. La guerra es dolor humano y, como tal, existencial, único, irrepetible.
Por eso, esa guerra concreta, se le presenta de improviso en su lugar de aislamiento. Se personifica en un combatiente a quien había fotografiado.
Ese encuentro, ese diálogo es todo el libro.
Y en él se le hace patente que no hay catarsis para quien vivió todo el dolor humano. Que no es posible quitárselo de encima.
El Dolor lo interpela: ante él no hay simples observadores, siempre se es protagonista.
Esta novela es, sin dudas, la mejor creación de Pérez Reverte.
Es un libro desesperanzado. Inspiradamente desesperanzado.
Una gigantesca reflexión sobre el dolor que no encuentra explicación.
La visión de Job que interpela a Dios. Pero de un Job que no cree en Dios; y que (quizás precisamente por esta incredulidad) no obtiene respuesta.
Por eso este libro es un retrato sangrante del hombre moderno. Pero del hombre moderno en estado puro, sin esa blanda indiferencia que se ha sabido crear para ocultar al mundo y sus crueldades.
Es la perspectiva de un hombre que no ve (no puede ver) el sentido de la creación ni lo irreparable de la Caída.
Por eso, el dolor se le antoja a la Nada.Y tiene razón.
20 septiembre 2006
August Eschenburg (Steven Millhauser)
Ergo, la mejor manera de recomendarlo, de recomendar un libro alegórico es haciendo explícita la alegoría.
Y, a quien le interese el tema, que se haga cargo.
La susodicha alegoría, en este caso, es simple.
El personaje es un artista (a decir verdad, constructor de autómatas del siglo XIX; pero esto es anecdótico), y los pocos personajes que intervienen en la novela (novela corta o cuento largo, que es más o menos lo mismo) representan las posibles actitudes frente al hecho artístico, frente a la obra de arte y al arrebato artístico: El que ve nada mas que ocasión para el negocio; el que ve l’art pour l’art, el que ve lo artístico pero no olvida (o no descuida) lo comercial del arte.
Los personajes (o mejor: lo alegorizado por ellos) están magistralmente pintados. Por eso, el lector indefectiblemente coincide y simpatiza cuando cada uno de estos paradigmas personificados expone sus razones.
Hace mucho que no leía algo tan bueno.
Pero, lo dicho: el que le interese el tema, que se haga cargo.
28 abril 2006
Dos nuevas secciones
12 abril 2006
Esplendor de Portugal (Antonio Lobo Antunes)
Cercano a la literatura, pero mas común en el cine y el teatro, este tema es casi infinito: el encuentro irrealizado es disparador de múltiples relatos.
De esto trata esta novela.
Tres hermanos que no se juntan en una cena navideña. Tres hermanos que no se ven ni quieren verse. Y que, en el devenir de la trama, argumentan y detallan sus razones.
De allí, tres voces interiores disparadas por esa invitación. Y una cuarta, la madre, que -valga la paradoja- asiste mentalmente a ese desencuentro.
La prosa de Lobo Antúnes es curiosa. Una rara variación de aquella que critiqué aquí.
Esto, por supuesto, hace a la novela algo agobiante; especialmente para quienes estén (¡para quienes estamos!) acostumbrados a la estructura “clásica” de la novela de acción, en la que los sucesos ocurren de manera mas o menos cronológica, y la percepción mental de los personajes es una irrupción excepcional en la línea argumental.
Más allá de esta observaciones “estéticas” (si es que esta palabra puede usarse, validamente, en este caso) hablemos de la trama, del contenido de esta novela.
Sus vidas están en un punto en el que no ven mas que pesadillas. Se han convertido en pesadillas... vivientes. Todo lo que podía haber salido mal, salió peor.
Pero Lobo Antunes fuerza aquí la nota.
29 marzo 2006
Respuesta a una pregunta casi imaginaria
Porque Chesterton, o Castellani, o Gilson, o Pieper, o tantos mas, no son autores que pueda poner bajo un espejo crítico (al menos no por ahora, pero me queda vida y me queda tiempo y me quedan lecturas por delante).
Más bien son el material que uso para la crítica de otras lecturas. Son mis instrumentos de medición, de observación literaria: no es posible medir una regla u observar una lupa con la misma regla o la misma lupa.
Necesito otra. Y no tengo.
Porque mi regla es Santo Tomás, o Gilson (precisión, mensura) y mi lupa es Chesterton o Belloc (magnificación, vivisección).
Por eso no vas a encontrar comentarios a estos autores (no por ahora; mas adelante, ya veremos). No puedo.
El siempre sugerente Ortega y Gasset dice:
Siempre quedará que lo que decisivamente actuaba en nuestro comportamiento, omo que era su básico supuesto, no era pensado por nosotros con conciencia clara y aparte. Estaba en nosotros, pero no en forma consciente, sino como implicación latente en nuestra conciencia o pensamiento. Pues bien, a este modo de intervenir algo en nuestra vida sin que lo pensemos llamo “contar con ello”. Y ese modo es el propio de nuestras efectivas creencias.
El intelectualismo, he dicho, invierte el valor de los términos. Ahora resulta claro el sentido de esta acusación. En efecto, el intelectualismo tendía a considerar como lo más eficiente en nuestra vida lo más consciente. Ahora vemos que la verdad es lo contrario. La máxima eficacia sobre nuestro comportamiento reside en las implicaciones latentes de nuestra actividad intelectual, en todo aquello con que contamos y en que, de puro contar con ello, no pensamos.
¿Se entrevé ya el enorme error cometido al querer aclarar la vida de un hombre o una época por su ideario; esto es, por sus pensamientos especiales, en lugar de penetrar más hondo, hasta el estrato de sus creencias más o menos inexpresas, de las cosas con que contaba? Hacer esto, fijar el inventario de las cosas con que se cuenta, sería, de verdad, construir la historia, esclarecer la vida desde su subsuelo.
Cuento con ellos.
22 marzo 2006
Las intermitencias de la muerte (José Saramago)
Veo el título del libro (¡qué título!), leo el tema (¡qué interesante, qué lleno de posibilidades, qué sugestivo!).
E, irremediablemente, caigo.
Al menos me queda un consuelo: esta vez no lo compré, me lo prestaron.
Ésta es, en pocas palabras, la impresión que tuve y tengo del último libro de Saramago.
Si de “El viejo y el mar” pude decir que la palabra mas adecuada para describirlo era superficial, pero tomándola en un sentido elogioso, de este libro puede decir lo contrario. Es superficial en su acepción más crítica.
Hay textos que son superficiales porque toman temas superficiales. Yo no puedo pretender que una revista de moda diga más que trivialidades. Y, en cierto sentido, eso está bien.
Pero la superficialidad imperdonable es otra, es aquella que se entremete en una cuestión que no es superficial, en un tópico importante y capaz de múltiples texturas.
Lo peor es cuando, un tema así, se lo trata superficialmente.
Eso es lo que ocurre con esta novela. Es, en cierto sentido, traicionera.
No es justo que prometa en la solapa una jugosa descripción de un lugar en el que la muerte decide suspender su actividad.
Y no es justo, después de esa promesa, agotar el texto durante páginas y páginas (y con esa escritura agobiante sin puntos ni comas, tan obviamente cortazariana, tan de moda, tan recurso literario gastado, tan lugar común) deteniéndose en lo más nimio de los negociados del gobierno, de las actividades de la mafia y de los problemas de los geriátricos, de los dolores de cabeza de las compañías de seguros.
Como si hiciera falta que la muerte no mate para que los gobiernos negocien, las compañías lucren y las mafias extorsionen.
Como si la rica hipótesis literaria del torcimiento del curso natural de las cosas fuera necesaria para contarnos con pelos y señales que en el mundo hay gobernantes corruptos, delincuencia, avaricia.
Como si ante el acuciante interrogante de la muerte y sus intermitencias, los seres humanos nos sentáramos en un café a hablar de lo mal que está nuestro país, de que las cosas no son como antes, de que la juventud está perdida y de qué caro está el café.
Como si el tema de la muerte no nos provocara otra cosa, fuera nada mas que eso, y no uno de los problemas que más nos turban.
Fuera la pregunta pendiente, que nos persigue durante el día (allí, en el fondo de nuestra conciencia, agazapada) y no aprieta la garganta de nuestras noches insomnes.
Como si la muerte fuera superficial.
15 marzo 2006
El viejo y el mar (Ernest Hermingway)
Pero no me malinterprete, no quiero con esto denostarla, todo lo contrario.
Entonces, ¿por qué superficial?.
Pues porque “superficial” es una palabra que más allá de su carga emotiva negativa, tiene un sentido estricto mas, mas... objetivo. Superficial es aquello que pertenece a lo externo, a la superficie.
Por eso, en rigor, El viejo y el Mar es una novela superficial.
Superficial porque Hermingway ha logrado, en ella, una conjunción maravillosa.
Es la historia de un hombre que está solo, absolutamente solo. Algunos le hablan, sí; algunos hablan de él, sí. Pero está solo.
Y en esa soledad (cuya presencia mas tangible son las interminables –¡y tan breves!– páginas del anciano en su barca), cualquier escritor hubiera creado un gigantesco mundo imaginario, de una profundidad psicológica inconmensurable; una soledad habitada, concurrida de pensamientos, de recuerdos, de ideas.
Pero Hermingway no.
Él se limita a mostrar un hombre en soledad.
Por eso esta novela es, también, brutal.
Es brutal porque muestra crudamente que la soledad es... solitaria. Que todas esas presencias inmateriales con la que los escritores gustan poblarlas son nada mas que eso, invenciones literarias.
Es brutal porque pone en evidencia que un hombre en soledad no tiene nada que lo acompaña. En la soledad no hay especulaciones metafísicas, no hay disertaciones sobre temas profundos.
Un hombre solo es un hombre mudo. Nada tiene para decir.
Y no le queda mas que su voluntad. La firme determinación de “hacer” algo, de cumplir un objetivo mas o menos caprichoso, mas o menos arbitrario.
La razón no reina sobre la soledad. Es que la razón discurre en palabras, su materia prima es el lenguaje; y el lenguaje es social, es hablar con un otro aunque no esté presente, aunque ese otro seamos nosotros mismos.
La verdadera reina de la soledad es la voluntad.
De esto se trata este pequeño gran libro. Es una reivindicación de la voluntad, un llamado de atención para que reparemos en que la voluntad también es ínsitamente humana porque es la determinación de un hombre para superar los obstáculos, para superarse en los obstáculos.
Tenemos en gran cosa a la inteligencia. Y no está mal. Es –es cierto– lo específicamente humano y lo que mas nos asemeja a los ángeles y a Dios. Por el contrario, suponemos que la voluntad es nuestro patrimonio en común con los animales. Ellos son pura voluntad.
Pero, precisamente por este énfasis, olvidamos que la voluntad, es la gran potencia de nuestro libre albedrío.
Que también es humana.
Y este libro, con su obsesiva pretensión de excluir toda introversión, lo pone en evidencia.
17 febrero 2006
Hacedor de estrellas (Olaf Stapledon)
Están allí, en esa librería, en ese cajón de ofertas o en esa mesada de novedades. No importa dónde. Nos atrapan.
Casi de casualidad, paseamos la vista por su lomo o su portada y algo nos hace detenernos en él. Lo levantamos, los abrimos (¡ese papel celofán de los libros nuevos!: los cierra, herméticos y, tantas veces, nos desanima a comprarlos), revisamos el índice, recorremos sus páginas, leemos la contratapa, las solapas. Y ahí está; estamos perdidos. Nos ha capturado definitivamente.
A todos los amantes de la lectura esto nos ocurre periódicamente y, los sabemos, esta conquista a la que nos han sometido tiene su precio. Su precio es la objetividad, la capacidad crítica.
Es como una novia, no hablaríamos mal de ella aunque tuviéramos muy buenos motivos para hacerlo.
Esto es lo que me ha ocurrido con este libro. Lo confieso. En consecuencia, todo lo que lea de aquí en adelante puede ser, perfectamente, mentira; o, mejor, la mirada distorsionada en un amante ilusionado.
En este caso, el enganche fue, sin duda, el título: Hacedor de estrellas.
Pretencioso título y pretenciosas intenciones: contar, nada más y nada menos, una historia sobre Aquel que hizo y hace las estrellas y los mundos. Hablar de Él.
Con estas ideas, leí la novela. No voy a decir que me desilusionó, eso sería mentira.
Pero mi sensación fue igual a la que tengo cuando vamos a ver una película sobre la cual nos han hablado y hablado maravillas, la hemos escuchado elogiar por nuestros amigos, promocionar en todos los medios de comunicación y ser aplaudida por cuanto crítico de cine existe.
Y cuando nosotros, simples mortales, vamos, al fin a verla, no retiramos pensando “Sí, está buena, pero tampoco es para tanto”:
Esta es, dije, la sensación que me dejó el libro.
Es un rapidísimo recorrido por nada mas y nada menos que la historia del universo. Recorriendo todos los planetas en donde hay vida inteligente. El esfuerzo de imaginación es asombroso y notable. Construir mundos y mundos distintos entre sí; con sus especies y civilizaciones es una tarea que no muchos autores pueden sostener.
Para el fanático de la ciencia-ficción este libro será lo más grande del género.
Tiene, eso sí (y esta observación no es mía sino de Jorge Luis Borges, que prologa la edición que compre) un excesivo uso de lenguaje semi filosófico; lo cual no es problemático para quien esté habituado al lenguaje abstracto.
Y la última parte, las reflexiones en torno a este caprichoso demiurgo que hace y deshace universos con afán lúdico valen lo suyo.
En fin, si está dispuesto a sentirse poca cosa, una pizca de polvo, un microscópico destello de luz en un acontecer luminosamente eterno léalo.
02 febrero 2006
Pilares de la Tierra (Ken Follett)
Ocurre que los popes de este género manejan la trama y la acción con indiscutida habilidad (“luces de artificio” dirán algunos. Y es cierto. Pero ¡que deslumbrantes!) y sus libros atrapan irremediablemente. Pero estos libros son cáscaras vacías, puros malabarismos escriturarios.
Esto, de por sí, no es malo: mucha de la literatura “seria” es así.
Mi problema es otro.
Es un problema, digamos, de “magnitud”.
Me quedan muchas cosas por leer, demasiadas. Y cosas buenas. Y la vida es corta. Ergo, no me puedo dar el lujo de estar perdiendo “tiempo de lectura”.
¿A qué viene esta digresión?. Es que Folett es un típico autor-best-seller; su especialidad son las novelas de espías y los policiales al mejor estilo cine norteamericano.
Por eso, y con estas prevenciones encaré la lectura (en vacaciones, es decir, en esos momentos en que uno se permite ciertas licencias) de este extenso libro (mas de mil páginas).
Y, hoy, mi conclusión es que, si Folett va a perdurar en la historia de la literatura lo hará por esta novela y no por las otras decenas que ha escrito y escribirá.
En primer lugar, el tema es –según él mismo confiesa– enteramente extraño a su “especialidad”: la novela trata sobre la construcción de una catedral, en plena Edad Media.
Es interesante en este sentido (no lo pase de largo) el prólogo. Relata los motivos que lo impulsaron a emprender una novela sobre un tema absolutamente extraño a su “idiosincracia”. Y sus razones se resumen, simplemente, en una: la imborrable impresión que le causaron las catedrales europeas.
La novela, tiene dos aspectos que se entrelazan. En primer lugar, la “trama” en sí, la historia de los personajes (son varios: un abad, dos hermanos nobles caídos en desgracia, un “maestro constructor “ y su peculiar familia, un obispo, la malvada familia noble de la zona) y, subyacente a ella, la trama histórica de la Inglaterra del siglo XII.
Para los aficionados a la Historia son interesantes otros aspectos secundarios: el funcionamiento e influencia del clero en general y los conventos en particular en la sociedad medieval, la importancia de los mercados en el origen de las ciudades, la “ascensión” social por medio de la caballería; y, “last but not least”, el insospechado mundo de la construcción de una catedral, los métodos que se utilizaban, la evolución de estilos arquitectónicos, la organización del trabajo, los gremios, los problemas y vicisitudes.
Esto último, de por sí, vale la novela.
¿Críticas?. Sí, muchas.
La típica estructura maniquea de las novelas ligeras (los “buenos” son absolutamente bondadosos y los “malos” infinitamente malvados), la simplona pedagogía de la “tolerancia” como único valor moral, la excesiva truculencia en la descripción de las escenas de sexo y violencia.
¿Algo para destacar? Sí, también: el capítulo sobre el asesinato de Thomas Beckett y las reflexiones del abad sobre el poder del pueblo y de la fe contra la tiranía de los hombres de armas.